Última llamada
(Yoff, Senegal / Berlín, Alemania)
Sabe que debería haber dicho que no. Sólo le quedan tres días de vacaciones y, si ha aguantado ocho sola, bien podría soportar otros tres.
Además, ya para qué. Pero, mientras se recrimina por no haber reaccionado a tiempo, el camarero, tras pedir permiso, retira de la mesa la pesada silla de metal provocando un desagradable chirrido y se sienta junto a Inge. Ahora también él contempla el mar en silencio, y a ella le sorprende que alguien que vive al borde del Atlántico y que trabaja todos los días en la terraza del hotel, justo sobre el pequeño acantilado, aún pueda sentir algún interés por el mar.
—Allah akbar
Ella asiente, convencida también de que Dios es grande, o así se lo parece cada vez que, durante uno de sus viajes, se queda fascinada ante la variedad y la enormidad del mundo. De hecho, cuando viaja, rara vez acude a
los destinos turísticos: ha estado en China sin visitar la Gran Muralla, en Argentina no fue a ver las cataratas de Iguazú, nunca ha querido ir a Venecia. Suele preferir un pequeño templo budista que no encierra valiosas obras de arte, los caminos que no llevan a ningún sitio, o un solitario lago insignificante a una cala espectacular pero concurrida. No es que no le pese la soledad en momentos así, pero al mismo tiempo siente que es la única manera de abrirse a esa experiencia casi religiosa que supone contemplar la belleza del mundo. En todo caso, es algo que sólo podría compartir con alguien de quien estuviese realmente enamorada, que no necesitase de palabras para entenderla. Hace mucho que Inge no está con alguien así.
—Usted es francesa —afirma el camarero; su sonrisa adornada con dos dientes de oro.
—Alemana. Del Este. —Inge se avergüenza de la precisión que podría ser entendida como una pedantería por alguien que quizá ni siquiera sabe dónde queda exactamente Alemania. (Alemania está en Inglaterra, ¿verdad?, le había preguntado una vez un campesino vietnamita.)
El rostro del camarero se ilumina.
—Beckenbauer —afirma.
Inge se ríe.
—Beckenbauer está ya viejo.
—Beckenbauer es grande.
¿Beckenbauer akbar? Va a decirlo en voz alta pero se arrepiente, por miedo a que el camarero lo tome como una blasfemia.
—Ballack es grande. Y Kahn es enorme.
El camarero asiente entusiasmado.
—¿Y Diouf?
—Aún no, pero en poco tiempo va a ser de los más grandes.
El camarero suelta una carcajada e incluso parece que va a levantarse e iniciar una pequeña danza: separa ligeramente los brazos del cuerpo y pasa alternativamente el peso de un pie a otro.
—Las mujeres en Senegal no saben de fútbol —afirma cuando termina de reír y su improvisado baile.
—Las mujeres en Senegal tienen seis o siete hijos de los que ocuparse. No les queda mucho tiempo para el fútbol.
Inge se muerde un labio y vuelve la mirada otra vez al mar. ¿Por qué tiene que salirle enseguida ese tono de maestrilla aleccionando a un alumno? Relájate, se dice. Abajo, sobre las rocas brillantes por las salpicaduras de las olas, los cangrejos ascienden y descienden con pasos rápidos, parecen bailar con el mar. En los charcos formados entre las piedras también se balancean, en un vals de ritmo diferente, botellas de plástico y maderos podridos.
—¿Eres de Dakar?
—De Yoff.
—¿Eres un Lebou?
—Usted sabe mucho. Mujer inteligente.
—Lo pone en la guía. —Inge señala un ejemplar de Lonely Planet que yace sobre la mesa.
—Pero habla francés y no es francesa.
—Tú también.
—Es distinto. ¿También habla inglés?
Inge desvía la vista algo avergonzada. Sonríe quitándole importancia.
—Lo sabía. ¿Qué más lenguas?
—¿Aprendéis árabe en la escuela?
El camarero sacude la cabeza, no para responder a la pregunta, sino porque Inge no ha contestado a la suya.
—Usted habla seguro más lenguas.
Inge suelta una carcajada nerviosa. Da un trago a su café. A pesar de todo, se siente feliz conversando con el camarero. Parece una persona agradable. Y no ha intentado venderle nada.
—Ruso. Checo.
Prefiere no decirle que también habla razonablemente bien español e italiano porque el camarero podría tomarlo por presunción, y tampoco quiere entrar en detalles sobre su profesión para explicar su interés por las lenguas.
—Su marido seguro la echa de menos.
Inge ignora la pregunta oculta en la afirmación. No quiere alentarle, por simpático que sea, a ir más lejos. Lo último que desea es una relación con un musulmán, probablemente polígamo —¿no recomienda el Profeta tener cuatro esposas?— y para colmo de un país en el que todavía se practica la ablación del clítoris. Aun así, se complace unos instantes en imaginarse como parte del pequeño harén del camarero: sentada con las otras esposas en el suelo de un patio umbrío, o cocinando con ellas en torno a un fogón de leña mientras hilvanan una conversación sin prisas sobre la que flota el olor de las especias, o todas en ropa interior, arreglándose mutuamente para una fiesta y hablando de cosas de las que no hablarían si hubiese un hombre presente. Aunque sabe que idealiza un poco la realidad, y que sin duda habría conflictos y rivalidades, no cree que la convivencia con las otras mujeres fuese peor que vivir encerrada sola en un apartamento de un bloque de edificios en donde ni siquiera conoce de vista a sus vecinos, ni más humillante el sometimiento a un hombre que ser, como ella, la discreta acompañante de políticos y expertos —casi todos varones—, que sólo habla cuando debe, que aguanta sus chistes procaces de sobremesa y que, cuando ellos han decidido que no merece la pena intentar seducirla y deslumbrarla con su monótona charla sobre sí mismos, mira hacia otro lado si bostezan sin taparse la boca, e incluso responde con educación si alguno, olvidando que Inge es intérprete y no chica para todo, le dice: Señora Lanzmann, haga el favor de traernos un café.
—Me llamo Abdoulaye, como el presidente.
Inge no responde; se ha distraído y no sabe muy bien por qué de pronto el camarero le dice su nombre.
—Espero no haberla molestado con mi charla —añade él y se levanta.
—No, no, para nada —responde rápidamente, pero él se aleja hacia el interior de la cafetería tras disculparse aún dos o tres veces.
Quizá lo ha ofendido. Ha estado innecesariamente distante. Siempre le cuesta encontrar la distancia adecuada; le gusta conversar con los nativos de los lugares que visita —Inge ha viajado sola por buena parte de Asia, algunos países de América Central, el norte de África, y pasó un año estudiando en Cuba, en los tiempos en que la RDA y Cuba eran países hermanos en la causa del socialismo—. Por un lado siente que el viaje no merece la pena si no se acerca a los nativos, si no come en los mismos restaurantes que ellos, si no viaja en los medios de transporte locales, aunque se trate de camiones atestados de gente, en lugar de desplazarse en autobuses climatizados desde los que contemplar el mundo como en una pantalla de televisión; prefiere el contacto físico con los nativos e incluso soportar el olor a sudor a viajar rodeada de turistas: todos los turistas huelen igual, piensa. Y quizá sus momentos más felices han sido aquellos en que algún nativo la invitó a compartir su comida o a conocer a su familia. Pero enseguida le entra el temor de estar estrechando unos lazos que no quiere mantener. Inge siempre promete escribir o enviar fotos, pero luego pasa el tiempo, y el propósito y los recuerdos se van difuminando, los negativos se quedan durante meses sobre el escritorio, tengo que sacar unas copias, se dice cuando los ve; hasta que un día los mete en un sobre y los guarda en un cajón, junto a los negativos de viajes menos recientes, porque ya es demasiado tarde para cumplir la promesa.
Deja una propina excesiva sobre la mesa y se marcha a su habitación.
Inge camina esa tarde hasta la playa de Yoff. Aunque no se encuentra muy lejos —ha calculado que a unos tres kilómetros del hotel—, el calor intenso y el polvo levantado por los coches que transitan del aeropuerto a la capital hacen que llegue sin aliento y con dolor de cabeza. Un joven se le acerca enseguida para ofrecerle un lugar a la sombra: en una zona de la playa hay toldos de plástico sobre endebles estructuras de palos; el conjunto está dividido, también con plásticos, en pequeños habitáculos en los que protegerse del sol. Inge rechaza la oferta dándose cuenta de que lo hace por pura inseguridad, porque las separaciones de plástico le parecen insuficientes para ofrecerle la intimidad con la que se sentiría a gusto: cada «celda» está ocupada por varias personas que tiendena invadir la parte delantera del espacio contiguo. Además, viajando sola es fácil sentirse incómoda rodeada de grupos que te ignoran o, al contrario, que te observan divertidos. Inge se sienta al sol mirando hacia el mar.
La playa apesta a pescado podrido. Algunos pescadores destripan la pesca sobre la arena y dejan las vísceras allí tiradas. Los niños chapotean en las aguas negras que corren desde las viviendas hacia el mar. Inmensos basureros se amontonan entre la playa y las casas. A pocos metros de ella, un niño que aún no sabe andar chupa una botella rota y mugrienta que acaba de recoger del suelo. A su lado, la madre, vestida con un abigarrado conjunto de paños amplios que rodean su cuerpo, sujetos por encima del pecho —como Inge se ataría una toalla después de la ducha—, y con turbante a juego, conversa con otras mujeres y sólo reacciona cuando el niño se hace daño en la boca y comienza a llorar. La madre le quita la botella y le da una bofetada. El sol comienza a hundirse en el horizonte. Las piraguas de los pescadores llegan en procesión con la pesca del día. A Inge se le han saltado las lágrimas sin saber por qué. Por un lado querría marcharse inmediatamente de ese lugar infecto con el que no tiene nada que ver. Por otro, le gustaría quedarse allí para siempre, por el mismo motivo.
Inge se sobresalta cuando un hombre, que lleva una túnica blanca bordada y pantalones del mismo color, se detiene delante de ella, tapando la imagen supuestamente idílica de las piraguas recortándose contra el horizonte. Sus pies oscuros están descalzos.
—Buenas tardes.
—No, gracias —responde automáticamente.
—¿Se encuentra mal?
Inge reconoce entonces la voz de Abdoulaye. Hace un esfuerzo por sonreír.
—El sol…
—No es buen sitio —dice Abdoulaye quizá refiriéndose al basurero cercano. Cuando le tiende el brazo para ayudarla a levantarse, Inge no sabe rechazarlo. Nada más incorporarse, se quiere soltar, pero él la sujeta con una presión de la mano y comienza a andar con ella a su lado. A Inge le resulta muy embarazoso el contacto con ese hombre al que no conoce, de una raza y una cultura distintas a la suya, pero teme ofenderle otra vez. Además, aún se siente ligeramente mareada.
Abdoulaye es de menor estatura que ella, probablemente unos diez años más joven, quizás un poco menos, pero seguro que no ha cumplido los cuarenta. A Inge le incomoda que, cada vez que pasan delante de alguien, se les quede mirando. Le parece que en esas miradas hay reprobación o, al menos, sorna.
Caminan unos minutos muy despacio por la playa, hasta llegar a una zona más limpia y en la que nadie toma el sol. Tampoco hay allí pescadores. Abdoulaye se detiene junto a una valla que rodea un edificio blanco con dos cúpulas verdes levantado a pocos metros del mar.
—¿Vives aquí cerca?
—Tiene que quitarse los zapatos.
—¿Los zapatos?
Abdoulaye se agacha y le desabrocha las hebillas de los zapatos. Tomando con suavidad uno de los tobillos, la obliga a levantar el pie del suelo y le quita el zapato. Inge tiene que apoyarse en su hombro para no tambalearse. Posa el pie descalzo en el suelo y levanta el otro. La arena quema todavía.
—Vivo del otro lado de la carretera.
Inge intenta recuperar los zapatos que Abdoulaye lleva en la mano con toda naturalidad, pero él los retira de su alcance sin una palabra y vuelve a ofrecerle el brazo. Entran en el recinto vallado y se detienen ante el edificio.
—¿Es la mezquita?
Abdoulaye niega con la cabeza.
—Aquí están los restos del profeta. Por eso hay que descalzarse.
—¿De Mahoma?
El gesto ambiguo de Abdoulaye no responde a su pregunta. Del interior del edificio sale un joven que conversa unos instantes en árabe con Abdoulaye. Mientras lo hace mira con interés las uñas pintadas de rosa de los pies de Inge. Los dos se despiden llevándose el puño al pecho y el joven vuelve a desaparecer en el edificio.
—Es demasiado tarde. Podemos entrar mañana. Además, mañana es día de curaciones en Yoff. Viene gente desde muy lejos, porque sólo aquí saben expulsar a los espíritus. No están locos, como dicen ustedes. Son los espíritus que viven en ellos y hablan por su boca.
A Inge la superstición siempre le hace sentirse incómoda. Quisiera ser respetuosa con las creencias de los demás, incluso la emociona descubrir que algunos pueblos aún no han adoptado el racionalismo dogmático de Occidente y mantienen interpretaciones más espirituales y poéticas del mundo; pero también le irrita saber que, en lugar de llevar a esquizofrénicos y psicóticos a recibir cuidados especializados, los familiares pagan fortunas para que charlatanes histriónicos hagan una ceremonia sangrienta y sugestionen con trances fingidos a los pobres enfermos. Le resulta muy difícil distinguir entre creencias primitivas e ignorancia.
—¿Tú también sabes expulsar a los espíritus?
—No bromee con ellos. Nunca se sabe dónde están.
Abdoulaye la conduce fuera del recinto, se acuclilla frente a ella y, otra vez con una leve presión sobre el tobillo, le hace levantar un pie. Limpia delicadamente de arena la planta y pasa el índice sobre los dedos y las uñas, suave, atentamente, antes de ponerle los zapatos.
—Tengo que regresar al hotel.
—La acompaño si quiere.
—No, gracias. Puedo ir sola.
—Sería un placer.
—De verdad que no hace falta, Abdoulaye. No me va a pasar nada.
—No es eso… —Abdoulaye se interrumpe y abre mucho los ojos. Después sonríe y se da una palmada en los muslos. Sus dientes blancos relucen más que los de oro—. Te acuerdas de mi nombre.
Inge es consciente de que se está sonrojando, así que empieza a girarse para regresar al hotel mientras murmura una despedida. A pesar de su confusión, se da cuenta de que Abdoulaye ha comenzado a tutearla.
—Tú te llamas Inge.
Ella asiente y le tiende una mano para despedirse definitivamente.
Abdoulaye toma la mano, la deposita sobre su antebrazo y echa a caminar a su lado.
—No debes estar sola —le explica.
Sólo al cabo de algunos minutos consigue Inge soltarse de su brazo sin brusquedad, con la excusa de recogerse el pelo con una cinta.
El sistema de ventilación debe de haberse estropeado en la cabina. Inge está sudando. Discretamente acerca la nariz a una axila para cerciorarse de que no huele. No consigue concentrarse. Su compañero se ha quitado la americana y ha apoyado la cabeza contra la pared acolchada; se le cierran los ojos. Inge es consciente de estar haciendo un mal trabajo. Parte de la culpa no es suya: el orador checo se ha empeñado en hablar inglés, como si quisiese demostrar su dominio de idiomas, que no es un palurdo provinciano, como quizá podían esperar sus «amigos de la Unión Europea» —así los llama una y otra vez—; pero su pronunciación es tan desastrosa que las frases, aunque la mayoría no son más que una suma de lugares comunes, se vuelven indescifrables. Inge ve a otros intérpretes gesticular desesperados en las demás cabinas, y la miran a ella —que es la intérprete de checo— como si fuese la culpable de que el orador no hable su idioma materno.
«Éste es un tema muy importante», dice Inge con voz neutra para rellenar el hueco de la frase que no ha conseguido entender. Al ver que dos de los tres delegados alemanes se vuelven hacia ella con irritación, Inge se da cuenta de que ha empleado esa frase en cuatro o cinco ocasiones en los últimos minutos.
Inge desvía la mirada hacia abajo fingiendo concentrarse. Otra vez el orador ha dicho algo confuso, al menos para ella; algo sobre las perspectivas económicas y los Fondos Estructurales.
«Es imprescindible contar con la ayuda de los Fondos Estructurales para mejorar nuestras perspectivas económicas», inventa Inge, y mira a su compañero esperando que él le eche una mano, o al menos que le dé a entender con un gesto que resulta imposible sacar algo en limpio de ese galimatías. Pero su compañero se ha quedado dormido. Debe de ser por la falta de oxígeno en la cabina; van a tener que avisar al técnico. Ella también bosteza de vez en cuando. Le despierta con un leve codazo un minuto antes de terminar su turno. Él mira a su alrededor como intentando averiguar dónde se encuentra. Le guiña un ojo y, aprovechando una pausa entre dos frases, enciende su propio micrófono y continúa interpretando, retomando la idea allí donde la había dejado Inge, con un tono tranquilo, seguro. Él no parece tener dificultades para entender al checo, aunque, aprovechando una pausa en el discurso, apaga el micrófono, se vuelve hacia Inge y dice: este cabrón podría hablar su idioma. ¿No quieres salir un rato para despejarte?
Inge recibe la oferta como una crítica a su trabajo, pero la amabilidad con que se lo dice le impide defenderse. Sale de la cabina con el bolso en la mano. Saca la agenda y va directamente al teléfono del pasillo que comunica las cabinas de los intérpretes.
—Abdoulaye —dice en cuanto oye que descuelgan, y enseguida le da miedo haberse equivocado o, peor, que sea el número correcto, pero es otra la persona que ha respondido.
—Mi pollito —responde él. A menudo se dirige a ella como lo haría con un bebé.
—Te llamé ayer por la mañana. No estabas.
—¿Por la tarde también?
—No, por la tarde no —miente Inge—. ¿Quién respondió al teléfono?
—Te echo de menos. ¿Cuándo vienes? Iré a buscarte al aeropuerto.
—Aún no tengo el billete. Además, debo trabajar un poco más para poder pagarme el viaje. No soy rica.
Aunque se siente mezquina, cada vez que surge la oportunidad le dice a Abdoulaye que tiene poco dinero. No es que desconfíe realmente, pero le da miedo que pueda ver en ella un buen negocio, o que, sin verlo conscientemente, ese atractivo adicional resalte sobre los demás.
—En Senegal se necesita poco para vivir. Además, yo trabajo. Yo mantendré a mi pollito.
Si un alemán le dijese algo parecido, Inge lo consideraría un insulto. No soporta el paternalismo presuntuoso de los hombres. Se hacen los fuertes mientras no tienen que demostrar su fortaleza, pero, a la hora de la verdad, se rompen con sólo mirarlos. A la hermana de Inge, cuando le diagnosticaron leucemia, su marido la abandonó al día siguiente: no puedo soportarlo, no tengo fuerzas para verla sufrir, fue su única explicación.
Sin embargo, Abdoulaye viene de otra cultura, tiene una visión más ingenua de las relaciones con las mujeres, e Inge tiende a disculparlo. Además, le halaga que hable de ellos dos como si fuesen una pareja de verdad. También le preocupa. No quiere dramas ni reproches, y ella sólo le ha prometido que le hará una visita, que pasarán unos días juntos. Pero, aunque quiere ilusionarse, le parece todo muy raro. No es normal que Abdoulaye se haya enamorado de ella —una extranjera, más alta y vieja que él, y que, sin ser fea, tampoco es, ni fue de joven, una chica de calendario.
—No me has dicho quién era.
—¿Quién, pollito?
—La mujer que cogió el teléfono ayer.
—Te había pedido que no me llamases a casa. Yo te iba a llamar.
—Tenía ganas de oír tu voz.
—Mi familia no debe saber aún; no lo comprendería. En realidad, sería más fácil que fuese yo a Berlín. Podríamos vivir juntos allí. Yo encontraría un empleo. Soy trabajador y honesto.
Abdoulaye tiene esa manera ingenua de decir las cosas, de alabarse sin sonrojo, que la desarma. ¿Cómo decirle que no puede saber nada de su honestidad ni de su laboriosidad? Que tan sólo han pasado tres días juntos, que fue hermoso callejear con él entre los tenderetes de los mercados, regatear con su ayuda en las tiendas de paños, comer pescado en Gorée, recorrer conversando la playa de N’gor, verlo orgulloso de la belleza de su país, aunque una y otra vez se disculpase por la pobreza o los malos modales de la gente, como si fuesen una falta propia, o como un padre se disculparía por el mal comportamiento de sus hijos.
Habían sido tres días maravillosos. Pero, una vez que regresó a Berlín, Inge empezó a sentir que la relación no podía sobrevivir más que como un paréntesis, en un lugar exótico, lejos de su trabajo, de sus amigos, de su familia. Ella sabía perfectamente lo que pensarían sus padres —un funcionario jubilado del Ministerio de Justicia de la antigua RDA y una mujer cuya única pasión conocida era hacer solitarios mientras tomaba té con pastel de ciruelas—; sabía lo que pensarían de ella y lo que pensarían de Abdoulaye.
—Te avergüenzas de mí —adivina él—. No quieres que me vean tus amigos.
—A ti te pasa lo mismo.
—No es lo mismo. Yo te protejo de ellos. Pero tú te proteges a ti misma.
—Aún no me has dicho quién era.
—Mis dos hermanas viven en mi casa. Las extranjeras siempre desconfiáis.
—¿Has conocido a muchas extranjeras?
—¿Lo ves? No crees en mi palabra. Yo sí creo en la tuya. No te pregunto si vives con un hombre. ¿O te he preguntado? Pero tú crees que Abdoulaye sí sale con mujeres. O a lo mejor piensas que me interesa tu dinero. Que los africanos somos ladrones y mentirosos.
—No es eso…
—Tienes que fiarte de mí como yo me fío de ti.
—Disculpa.
—Está bien, pollito. Dime que me quieres.
A Inge no le resulta fácil utilizar esas palabras. Hace mucho que no está con un hombre, no tiene costumbre de decir lo que siente. Tampoco está muy segura de lo que siente.
—Te quiero.
—Yo también. Te llamo pronto, ¿sí?
—Sí.
—Pero tú no me llames a casa.
—De acuerdo.
Cuando cuelga, Inge sabe que le ha mentido. Que llamará casi todos los días y a veces será Abdoulaye quien responda, y ella colgará sin decir palabra para no enfadarlo porque le ha vuelto a llamar; otras veces será una voz de mujer la que responda, y entonces colgará también.
Inge por fin ha comprado el billete. Le ha costado mucho decidirse. Durante los últimos tres meses ha hablado un par de veces por semana con Abdoulaye. Él, como acordaron, la ha llamado cada tres o cuatro días. Salvo una semana, y en ese tiempo tampoco respondió al teléfono cuando fue Inge la que llamó (siempre respondían voces de mujeres). Cuando Inge se quejó del largo silencio, Abdoulaye le explicó que había tenido que ir a visitar a un pariente enfermo en el sur del país, «en la Casamance, un día iremos juntos allí». «Seguro que has estado de juerga, te habrás emborrachado y se te olvidó llamarme», le dijo Inge en broma pero herida. «Yo no bebo nunca. Soy un buen musulmán.» Inge recordaba que, el segundo día que salieron juntos, el aliento de Abdoulaye olía a alcohol. No le reprochó el embuste.
Han decidido tomar una habitación tres o cuatro días en un hotel, en la playa de N’gor. Después, si Abdoulaye encuentra quien le sustituya en el trabajo, recorrerán juntos el país. Inge le preguntó por qué no iban a dormir a casa de él los primeros días. «Sería más barato», le dijo. «Mi familia no comprendería», repuso él, como de costumbre.
Inge hubiese preferido que tomasen dos habitaciones, para tener un lugar al que retirarse si lo deseaba, o por si las cosas no les iban bien. Pero no supo cómo decírselo. Sin duda le habría ofendido terriblemente. No habían aclarado quién iba a pagar el hotel; Inge estaba dispuesta a hacerlo, le parecía lo lógico —sin duda ganaba mucho más que él—. Pero, una vez más: ¿le ofendería si hacía un comentario al respecto? ¿Tendría que hacer como los tres días que habían estado juntos: pagar la cuenta de los restaurantes sin decir una palabra? Abdoulaye nunca había hecho intención de pagar. Sí, le había dicho que los tres días que se había tomado libres se los descontaban del sueldo. A Inge no le molestó pagar, pero le habría gustado que le diese las gracias alguna vez.
Ha terminado de hacer la maleta temprano. En el último momento se le ocurre bajar a la farmacia a comprar preservativos. No está dispuesta a hacerlo sin, porque, mirándolo fríamente, ¿qué sabe ella de Abdoulaye? A pesar de todo, llega al aeropuerto con dos horas de antelación. Factura y pasa el control de pasaportes. Está muy acostumbrada a los aeropuertos. Todos los meses viaja varias veces por razones de trabajo. Los aeropuertos son para ella como una gran burbuja llena de otras pequeñas burbujas; nadie se conoce, la gente camina indiferente a lo que la rodea; no se puede hacer nada, salvo esperar: nunca le ha gustado hacer compras y menos en las tiendas de los aeropuertos. Decide aguardar la hora de salida en el bar. Ni siquiera cuando cae en la cuenta de que no lleva ningún regalo se decide a buscar algo a última hora. Pide una cerveza y enciende un cigarrillo mentolado. No se traga el humo. Anuncian por el altavoz el embarque de su avión, pero Inge sabe que no merece la pena apresurarse; prefiere esperar sentada a hacer cola. Tiende los brazos hacia delante y se los contempla satisfecha de que su piel no esté muy blanca, aunque ése sería su color natural. Las dos últimas semanas se ha aplicado una crema bronceadora. Lo bueno de la crema es que la broncea sin que le salgan pecas. Aunque Abdoulaye dice que le gusta su piel blanca. Un día, mientras estaban sentados en una especie de merendero cerca del puerto, le pidió permiso para tocarla, y le pasó la yema de los dedos por el antebrazo con la suavidad con la que se acaricia la cabeza de un bebé.
Inge ha dado a entender por teléfono a Abdoulaye que lo primero que quiere hacer al llegar es conocer a sus hermanas. Los padres a lo mejor son demasiado viejos como para aceptarla, pero de las hermanas sí puede esperarlo.
—Ya veremos, pollito. Lo importante es que tú me quieras —respondió Abdoulaye.
Inge no sabe si le quiere, quizá sí. Pero le cuesta mucho trabajo imaginarse en la cama con él. Hacer el amor. Estar desnuda junto a ese desconocido. Saber que él puede oler su cuerpo, ver su vientre algo abultado, descubrir en ella cada una de las huellas de su edad. Y sin una habitación a la que retirarse después. Por suerte, durante los tres días que estuvieron juntos, Abdulaye nunca hizo intención de llevársela a la cama. Tan sólo le pidió permiso para besarla la última noche, al despedirse ya cerca del hotel, y ella se lo dio. Un beso en la boca, pero breve, quizá porque Inge se retiró algo incómoda. Parecía un poco de adolescentes, besarse en la playa.
Enciende otro cigarrillo mentolado. ¿La quiere de verdad Abdoulaye? Ha empezado a creer que sí. Por extraño que sea, siempre le habla de manera cariñosa, incluso cuando la regaña. Y debía de ser también cariño esa mezcla de ternura y admiración con que la escuchaba cuando, durante algún paseo o tomando un café, ella le hablaba de sus viajes y de su vida en Berlín.
Abdoulaye está enamorado de mí, piensa; lo imagina esperándola ilusionado en el aeropuerto de Dakar y se pregunta si comenzará uno de sus pequeños bailes de alegría, si querrá darle un beso de bienvenida, abrazarla efusivamente a pesar de toda la gente que habrá alrededor. Sabe que no podrá rechazarlo, que no le quedará más remedio que recibir el beso y el abrazo, envarada, deseando que terminen enseguida y vigilando de reojo a la gente que los rodea.
Abdoulaye está enamorado de mí, piensa otra vez; me desea; está loco por hacerme el amor y quiere que vivamos juntos, como marido y mujer. Inge no puede contener la sonrisa al pensarlo, así que se tapa los labios con una mano, diciéndose que la van a tomar por loca, allí sentada, fumando y riendo sola.
Acaban de anunciar por los altavoces la última llamada para el vuelo 9981 de Lufthansa a Dakar. Apaga el cigarrillo. Se levanta, con un sobresalto, porque no ve el bolso inmediatamente, pero está colgado del respaldo. Tiene la sensación de estar hueca; le parece que, si un aeropuerto tuviese sentimientos, sentiría exactamente lo mismo que ella: voces, ecos, imágenes que se mueven en su interior, pero todo ello envuelto en un sorprendente vacío. Echa a andar mientras considera que, en realidad, todo lo que le sucede es como si le sucediese a otra persona. No tiene por qué dejarse afectar por ello. Ni siquiera la incomoda saber que el avión va a salir con retraso por su culpa.
Delante de la parada de taxis se ha formado una cola larguísima de viajeros. La mayoría de los hombres lleva trajes oscuros. Inge decide regresar a casa en autobús. Supone que en ese momento la estarán llamando por los altavoces del aeropuerto.
Mujeres que viajan solas, José OVEJERO
(Reproducido con permiso del autor).
José Ovejero, ex-intérprete de conferencias de la Comisión Europea, es escritor. Premio Anagrama de Ensayo 2012 con La ética de la crueldad, Premio Alfaguara de novela 2013 por su obra La invención del amor.
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