En 2016 el lingüista Philippe Blanchet acuñó el término “glotofobia” para referirse a la discriminación por motivos lingüísticos. En realidad lo que Blanchet llamó glotofobia ya lo había definido la lingüista finlandesa Tove Skuttnabb-Kangas en los años 80 del siglo XX como lingüicismo: “ideologías, estructuras y prácticas empleadas para legitimar, efectuar, regular y reproducir un reparto desigual del poder y los recursos (tanto materiales como inmateriales) entre grupos definidos en función de la lengua”. Así pues, al racismo, sexismo, clasismo y tantos otros -ismos discriminatorios, habríamos de añadir el lingüicismo, igualmente excluyente.
Toda lengua es dialecto. La Lingüística, entendida como el estudio científico de las lenguas, ya dejó sentado hace mucho que no cabe concebir los dialectos como desviaciones de la lengua, sino que es la propia lengua la que se compone de diversos dialectos, todos con una capacidad expresiva y denotativa equivalente en lo que se refiere a eficacia comunicativa. Así, todos los dialectos o variedades son igual de válidos y no puede considerarse ninguno más adecuado que otro. Entonces, ¿a qué se debe que varios de esos dialectos tengan una percepción social negativa y se consideren inadecuados e incluso inferiores, rechazables? Las razones son de índole puramente extralingüística y hay que buscarlas en los prejuicios y estereotipos imperantes respecto de quienes se expresan en una variedad lingüística distinta de la prestigiada. ¿Y cuál es esa variedad prestigiada? La que goza de una difusión aplastantemente mayoritaria en los medios de comunicación, la misma que se enseña en el sistema educativo, esa que suele llamarse estándar y que en España se corresponde con la variedad castellana.
El que un dialecto ascienda sobre los otros para servir de base al estándar de la lengua, estándar que se impone principalmente mediante los medios y el sistema educativo, obedece a una concepción centralista y a las relaciones de poder establecidas a lo largo de la historia, y nada tiene que ver con lo lingüístico. No descubro nada si digo que históricamente los centros de poder en España han sido de habla castellana, de ahí que sea esa variedad y no otra la que se ha impuesto sobre las demás como forma de expresión prestigiosa. Al mismo tiempo, no es en absoluto casual que los dialectos más denostados sean precisamente los del sur empobrecido. Los dialectos no sólo están vinculados a un territorio concreto, sino que conllevan igualmente una noción de clase social.
Es sobre este trasfondo que se despliega cotidianamente el lingüicismo o glotofobia. Puede ir desde la chanza pretendidamente jocosa hacia el léxico o la pronunciación –y que hay que encajar, pues según el estereotipo son personas especialmente sandungueras, o mansas– hasta perder una oportunidad de trabajo por tu dialecto, o que ese piso por el que preguntas ya no esté disponible y milagrosamente sí lo esté cuando es tu amigo castellanoparlante el que llama. Esta discriminación invisibilizada genera complejo de inferioridad en sus víctimas, que no pocas veces optan por imitar la variedad prestigiosa como estrategia de defensa e integración, con la carga psicológica para la autoestima que ello supone. También genera esta forma de exclusión un complejo de superioridad en no pocos hablantes del dialecto prestigiado, lo que a su vez –de manera consciente o no– contribuye a perpetuar actitudes discriminatorias.
Resulta impostergable ya generar conciencia sobre la magnitud del problema. La glotofobia, el lingüicismo, al igual que el racismo, el sexismo, el clasismo y tantos otros -ismos, tiene consecuencias nefastas para quienes lo sufren, que en el caso del español, además, son mayoría de hablantes. Es profundamente contradictorio celebrar el español como idioma global, pluricéntrico, para luego dar carta de naturaleza a una concepción rígida y centralista de la lengua que eleva una variedad sobre las otras sin justificación posible.
Iván Vega Mendoza, intérprete de conferencias profesional.